Capítulo 8. Buscando

La puerta se abrió con un leve chirrido y, al otro lado, se mostró una Jazleen completamente desconsolada. Jaqueline contuvo la respiración. Por primera vez desde que conocía a su prima, la vio vulnerable. Ya no era la mujer altiva y orgullosa, sino una joven temblorosa, con los ojos hinchados, el rímel corrido y la mirada perdida. Estaba asustada. Preocupada. Al borde del colapso. Sin duda, la noticia del infarto de su padre había hecho mella en su fortaleza.

—Jaz… —murmuró Jaqueline al levantarse lentamente de su asiento. La voz apenas fue un susurro, pero suficiente para llamar su atención.

Jazleen alzó el rostro. Al principio no pareció reconocerla, pero su expresión se transformó en cuanto los ojos se encontraron. Su semblante, antes roto, se endureció en segundos. Volvió la barrera. Volvió la Jazleen de siempre.

Jaqueline detuvo su avance. Se cruzó de brazos.

—Nada —dijo con indiferencia, conteniendo el impulso de abrazarla, de preguntarle cómo estaba.

Jazleen no respondió. Simplemente, se limpió las mejillas con un gesto brusco, casi con rabia, sin apartar los ojos de su prima. Luego, sin decir una palabra más, dio media vuelta y se marchó con paso decidido por el mismo pasillo por donde había llegado. Jaqueline la siguió con la mirada hasta que desapareció, y una punzada de lástima se instaló en su pecho.

“Jodie la ha alimentado de odio contra mí desde siempre”, pensó. Aún no comprendía el motivo. ¿Tal vez porque Damián siempre la protegió? ¿Por qué no logró doblegarla como al resto?

—Jaqueline —la voz de Mónica la hizo girar. Su tía la miraba con expresión seria, pero serena. Desde el otro extremo del pasillo, Jodie cerraba la puerta de la habitación VIP donde se encontraba Damián. El «clic» del picaporte resonó con frialdad.

Al verla, Jodie alzó la barbilla con gesto altivo, una ceja ligeramente arqueada. Parecía estar siempre lista para el ataque, como si Jaqueline fuera la causa de todos sus males.

—Mi esposo quiere verte —dijo con desprecio, como si la sola idea de que Jaqueline entrara a esa habitación le resultara ofensiva.

Ella no respondió. Solo levantó el mentón y caminó hacia la puerta. Justo cuando extendía la mano para tomar el picaporte, sintió el agarre fuerte en su muñeca.

—Jodie —gruñó Jaqueline, apretando la mandíbula al sentir la presión. La miró con firmeza—. Suéltame.

La mirada de Jodie era pura bilis.

—Eres una…

—No te pedí tu opinión... tía —espetó Jaqueline con sarcasmo, remarcando la palabra con veneno. Jodie frunció los labios, a punto de estallar, pero contuvo el grito. Sabía que no era el lugar.

—No me vuelvas a decir tía. No lo soy —espetó con frialdad antes de girarse y marcharse con el mismo paso tempestuoso que su hija.

Jaqueline dejó escapar un suspiro antes de cerrar la puerta tras de sí. El silencio que la recibió en la habitación fue casi sagrado. En el centro, rodeado de monitores discretos y mobiliario clínico de lujo, estaba Damián, su tío, recostado en la cama.

—Hija... —susurró él con voz suave, y sus ojos se iluminaron al verla.

Para él, Jaqueline seguía siendo su niña, aunque ya no era la pequeña que llegó a su casa años atrás. Había crecido, madurado, enfrentado tempestades. Pero aun así, cada vez que la veía, el recuerdo de su madre revivía en sus rasgos, en la forma en que fruncía el ceño, en esos ojos marrón claro que tanto hablaban sin decir una palabra.

Jaqueline corrió a su lado. Tomó la mano extendida de Damián y, al sentir el calor de su piel, se quebró. Sollozó cubriendo su rostro con ambas manos. El temor de perderlo la había golpeado con fuerza, y el solo pensarlo le robaba el aliento.

Damián llevó su mano libre al cabello castaño de su sobrina y acarició con ternura.

—Tranquila… aún estoy aquí —dijo con una sonrisa cansada—. Tienes tanto de tu madre… ¿Te lo he dicho?

Ella asintió mientras intentaba secarse las lágrimas con la manga.

—Muchas veces…

Él sonrió. Jaqueline aún no comprendía por qué su madre los había abandonado. Ni a ella, ni a su padre. Esa herida seguía abierta, latiendo silenciosa entre sus recuerdos.

—Aunque ella nos abandonó… —susurró con amargura, y Damián apretó los labios. Él también había sufrido esa ausencia. Ver a su hermano destruido por el abandono le había partido el alma.

Se hizo a un lado con cuidado y le indicó con la mano que se recostara junto a él. Jaqueline no lo dudó. Se acomodó a su lado, con la cabeza sobre su pecho, y él descansó su barbilla sobre su cabello. Por un instante, el tiempo pareció detenerse.

—No pretendo justificarla ni limpiar su imagen… pero cuando la conocí… era una mujer encantadora. Humilde, con un corazón enorme —Damián dejó escapar una sonrisa nostálgica—. Y luego conoció a tu padre… Él la amó tanto. Y más aún cuando supo que le daría el mejor regalo del mundo: tú.

—¿Entonces por qué nos dejó, tío? —preguntó Jaqueline con un nudo en la garganta. Damián guardó silencio.

—No lo sé… —suspiró con pesar—. Aún no lo sé.

Un mes después.

Burak abrió los ojos con pesadez. Lo primero que vio fue la fotografía en la mesa de noche: él y Kerem, en la terraza de su casa en Estambul. Sonreían. El atardecer teñía el cielo a sus espaldas. Una imagen congelada en el tiempo. Una imagen que ahora dolía.

Sintió cómo el pecho se le comprimía, una punzada áspera le trepó por la garganta. Cerró los ojos de nuevo. No quería sentir. No quería recordar. No quería aceptar.

Desde que había regresado de Estambul con el cuerpo de Kerem, no era el mismo. Le había dado el funeral que merecía, lo había enterrado en su tierra, pero algo en él también había muerto.

Se levantó mecánicamente, repitiendo la rutina sin alma. Luego se encerró en su despacho, como cada día. Lo único que hacía era firmar papeles, contestar correos, mirar en silencio los contratos pendientes. Uno en particular le pesaba: Kerem había pagado dos años de renta por un local que soñaba convertir en restaurante. Lo había decorado con ilusión. Lo había planeado con detalle.

—¿Debo abrirlo? ¿Seguir su sueño? ¿O dejarlo morir con él? —susurró Burak al dejar caer su estilográfica sobre los documentos.

Se volvió hacia la ventana, contemplando la ciudad de Nueva York en un atardecer brumoso. Recordó a Kerem cocinando, con el delantal mal puesto y la sonrisa traviesa cuando lo sorprendía probando la comida antes de tiempo.

—¿Qué hago, Kerem? —susurró.

En su mente lo vio sonreír con ese brillo que encendía todo a su alrededor.

—Entonces… así será.

Mientras tanto, Jaqueline colgó el teléfono con frustración. Llevaba un mes sin saber nada de Kerem. Lo había buscado por todos los medios. Había tocado su puerta tantas veces que el portero del edificio ya la reconocía. Pero el departamento estaba vacío. Su coche no estaba. Su móvil, apagado.

Se había obsesionado. Consultó registros, llamó a números de Estambul con el apellido “Badem”, revisó su solicitud de empleo una y otra vez. Solo sabía que había venido de Turquía con sueños de emprender. Pero nadie sabía a dónde había ido. Nadie tenía respuestas.

Jaqueline se llevó las manos al rostro, cansada.

—¿Dónde estás, Kerem? —susurró con el corazón en vilo—. ¿Por qué desapareciste?

Y en ese silencio que dejaba la ausencia, un presentimiento la oprimía: algo no estaba bien.

Capítulo anterior
Siguiente capítulo