PRÓLOGO

DAKOTA

Las luces del salón resplandecían con un brillo cálido y sofisticado, reflejándose en las copas de cristal finamente alineadas sobre la mesa. El aroma a vino caro y cera de velas llenaba el aire, pero nada de eso podía distraerme de la extraña actitud de Sebastián.

Desde que regresó del servicio, su semblante había cambiado por completo. Había dejado de lado su usual actitud sobreprotectora, aquella mirada afilada con la que solía evaluar cada hombre que se atrevía a posar los ojos en mí. Esta vez, no parecía importarle. No le importó el empresario italiano que intentó entablar conversación conmigo, ni el susurro coqueto de un inversionista que pasó demasiado cerca. Ni siquiera su mano se posó en mi espalda baja como solía hacerlo, un recordatorio silencioso de que estaba conmigo.

No, esta vez su frialdad era absoluta. Su rostro, impasible. Su mandíbula, tensa. Y lo que más me inquietaba: su silencio. Durante el resto de la cena, apenas intercambió palabras conmigo. Solo asentía mecánicamente cuando alguien le dirigía la palabra, y cada tanto apretaba su copa con tal fuerza que temí que el cristal estallara en su mano.

Algo había pasado. Algo que lo había transformado en hielo puro. Y no tenía idea de qué era.

Cuando finalmente salimos de la cena benéfica, el aire fresco de Madrid chocó contra mi piel, pero no fue suficiente para calmar la creciente inquietud en mi pecho. Sebastián sujetó mi brazo con más fuerza de lo normal, guiándome al auto con un control tenso. Sin mirarme, abrió la puerta y esperó a que me deslizara dentro. El golpe seco de la puerta resonó en mis oídos, haciéndome estremecer.

Subió y encendió el auto con un movimiento apresurado.

— ¿Qué es lo que pasa? —pregunté, nerviosa y confundida. Algo en él era diferente.

No respondió. No me miró. Su perfil permanecía rígido mientras sus ojos estaban clavados en la carretera. La luz intermitente de los semáforos iluminaba su mandíbula apretada, el temblor sutil en sus labios, el leve fruncimiento en su entrecejo. Sus manos se aferraban al volante con una fuerza descomunal.

La lluvia cayó de golpe, las gotas repiqueteando contra el parabrisas. Observé cómo los limpiaparabrisas se movían de un lado a otro, sintiéndome cada vez más sofocada en la incertidumbre.

El auto se detuvo abruptamente en una acera desierta, en algún rincón oscuro de la ciudad.

— ¿Desde cuándo finges esto…? —Su voz era baja, contenida, pero su dedo índice nos señaló a ambos con una furia contenida. Mi corazón se aceleró como nunca antes.

Lo miré, perpleja.

— ¿De qué hablas? —murmuré, sintiendo un nudo de ansiedad cerrarse en mi garganta.

El golpe contra el volante resonó con una fuerza que me hizo saltar.

—Voy a volver a preguntar, Dakota. ¿Desde cuándo finges ESTO? —Su voz estalló en la estrechez del auto.

El terror se apoderó de mí. Esto no estaba pasando. No podía estar pasando.

—No entiendo por qué di…—Error. Su mano se cerró alrededor de mi nuca y en un movimiento me atrajo hasta quedar frente a frente. Sus ojos grises, normalmente fríos y calculadores, ardían con dolor, ira y decepción. Su labio inferior tembló levemente.

¡Mierda! ¡Mierda!

El silencio se alargó entre nosotros, cada segundo una tortura. En mi cabeza se formaban dos caminos: fingir que no sabía de qué hablaba, lo que me pondría en desventaja… o confesar la verdad con la noticia extra de que, al final, mis sentimientos eran sinceros. Que estos ocho meses no habían sido una farsa.

Me separé bruscamente de su agarre y miré al frente. Me daba vergüenza enfrentarlo.

—Trabajo para George Williams desde hace cinco años —las palabras salieron antes de que pudiera detenerlas. Las sentí como dagas atravesando mi lengua—. Seducía a los peces gordos de negocios para que él pudiera arrebatarles los contratos de oro. Este era mi último trabajo, Sebastián. —Cerré los ojos con fuerza, mi voz se quebró—. Seducirte para quitarte del negocio de los españoles. Pero… —Bajé la mirada, observando mis manos temblorosas sobre mi regazo—. Todo cambió.

Una carcajada irónica salió de su boca, inesperada, cruel.

— ¿Cambió? ¡Por Dios! ¡Te he…! —No terminó su frase. Otro golpe contra el volante, esta vez aún más furioso.

Se llevó las manos al rostro, cerrando los ojos con una expresión de puro tormento. Su piel enrojecida, su respiración agitada. Luego los abrió con una determinación oscura.

Y eso me dio escalofríos.

—Mis sentimientos por ti… son verdaderos —al fin lo dije. Las palabras que llevaba atoradas en la garganta finalmente salieron a la luz.

— ¡BAJA DEL AUTO! —gritó con furia.

¿Qué?

—Sebastián…—intenté, apenas un susurro.

— ¡BAJA DEL PUTO AUTO! —Volvió a gritar. Negué repetidamente, aterrada. Abrió la puerta de un golpe y rodeó el auto. Tiró de mi brazo con brusquedad, sacándome a la lluvia torrencial.

— ¡Sebastián! —grité, conmocionada. Las lágrimas se mezclaban con el agua helada que empapaba mi vestido de gala. Mis labios temblaban. Cerró la puerta de un golpe.

Antes de rodear el auto, se giró hacia mí.

— ¡TE ABRÍ MI CORAZÓN, MALDITA SEA! ¡CONOCISTE A MI FAMILIA! ¡INCLUSO TENÍA LA ESPERANZA DE…! —Se interrumpió a sí mismo. Sus ojos ardían de dolor. — ¡ME HAS DESTRUIDO, DAKOTA! ¡BUEN TRABAJO, YA PUEDES COBRARLO!

El llanto me sacudió. Intenté acercarme a él, pero alzó una mano, deteniéndome.

— ¡Por favor! ¡Escucha todo! —grité desesperada.

Sin mirarme más, subió al Bentley y arrancó. Mi mirada siguió el auto hasta que desapareció en la tormenta.

Sebastián Martin se había llevado mi corazón.

Dos horas después, con las zapatillas en mano y el vestido hecho un desastre, llegué al hotel. El gerente me auxilió y, antes de que pudiera preguntar, me informó que Sebastián se había marchado con su equipaje y escolta de seguridad. Había dejado pagada una noche más.

El alma se me desplomó.

Al entrar a la suite presidencial, encontré mi maleta junto a la puerta. Encendí la luz. El suelo de mármol estaba cubierto de vidrios rotos. Me dejé caer contra la puerta, deslizando hasta quedar en el suelo. Lloré.

El teléfono sonó. Lo tomé con esperanza.

— ¿Sebastián? —pregunté rápido.

—No —la voz de George, se deslizó con burla—. ¿De verdad creíste que te iba a perdonar?

Mi rabia estalló.

— ¡Eres un maldito!

—Los españoles le cancelaron la junta a tu querido Sebastián. Mañana cierro el negocio yo mismo —su sonrisa de triunfo se notaba en cada palabra.

Mi sangre hirvió.

Si mi infierno era perder a Sebastián, George tendría el suyo.

Haré de su vida un infierno.

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