Capítulo 1 1. El cliente sensual.
Me llamo Victoria Sandoval.
Treinta y cuatro años. Abogada corporativa. De esas que visten con tacones altos, blazer ajustado y sonrisa de acero. He ganado juicios imposibles, he negociado con tiburones, y sé perfectamente cómo hacer que un hombre se calle con una sola mirada.
Pero esta mañana… siento que algo está a punto de salirse de control.
Estoy en el ascensor de vidrio de la Torre Fénix, uno de los edificios más altos de Puerto Madero. Mi reflejo me devuelve la imagen de una mujer que no deja nada al azar: el cabello recogido con precisión, labios color vino, perfume caro que huele a poder.
El mensaje en mi celular sigue ahí, corto y directo:
“Sra. Sandoval, lo espera el Sr. Damián Varela en su oficina, piso 52.”
El nombre ya me suena a dinero. Y no me equivoco.
Cuando se abren las puertas, el mármol blanco y las paredes de cristal me rodean como si estuviera entrando a otro mundo. Su asistente me recibe con una sonrisa impecable y me conduce hasta una oficina que parece un cuadro moderno: ventanales que dominan toda la ciudad, una barra de whisky, arte abstracto, y él…
Damián Varela.
Multimillonario, empresario tecnológico, cuarenta años.
Lleva una camisa blanca arremangada, un reloj que podría pagar mi departamento y una expresión que mezcla confianza y peligro. Tiene el tipo de belleza que no se disfraza de amabilidad: mandíbula firme, ojos grises como acero bruñido y una voz que se desliza como un trago de bourbon.
—Doctora Sandoval —dice, levantándose de su silla. Me ofrece la mano, y cuando la aprieto, noto algo más que cordialidad. Electricidad pura. Ahogo un suspiro.
—Señor Varela. Es un placer.
Su sonrisa es lenta, como si ya supiera algo que yo no.
—Damián —me corrige—. No me gusta que me hablen como en un juicio.
Tomo asiento frente a él, cruzando las piernas con cuidado. Siento su mirada en el gesto, midiendo cada detalle, mira mis piernas, mis pechos. No me incomoda; de hecho, me provoca una sensación peligrosa… excitante.
—Leí su historial —dice mientras sirve dos copas de agua—. Impresionante. Me recomendaron que si alguien puede mantener un asunto delicado en silencio… es usted.
—Depende de qué tan delicado sea.
—Digamos que no quiero que mi nombre aparezca en ningún documento oficial.
—Eso ya complica las cosas —respondo, observándolo—. Pero no lo hace imposible.
Él sonríe, y la temperatura parece subir.
—Sabía que diría eso.
Me cuenta que hay una adquisición de una empresa rival, un trato que debe cerrarse fuera del radar para evitar un escándalo financiero. No hay nada ilegal —en teoría—, pero su tono me hace sospechar que hay mucho más entre líneas.
Mientras hablamos, lo observo.
La manera en que sostiene el vaso, los movimientos controlados, el leve roce de su lengua sobre los labios cuando piensa… No debería notarlo, pero lo hago, y lo peor de todo… él también lo sabe.
—¿Acepta el caso? —pregunta finalmente.
—Depende de sus condiciones —respondo, sosteniéndole la mirada.
—Solo tengo una —dice con voz grave—: que todo quede entre nosotros. Absolutamente todo.
Silencio. Tensión. Su mirada me recorre despacio, sin disimulo, y en ese instante, algo dentro de mí cambia. No estoy pensando como abogada, claro que no, estoy pensando como mujer.
Firmamos un acuerdo de confidencialidad. Él se inclina sobre mi hombro para revisar una cláusula, y su perfume me envuelve: madera, especias y algo oscuro. El roce de su brazo contra el mío me hace inhalar más fuerte.
Cuando termina, cierro mi carpeta con un clic que suena más fuerte de lo normal.
—Entonces, ¿ya está todo arreglado? —pregunta.
—Por ahora, sí. Le enviaré los borradores mañana.
—Perfecto. —me dice con su sonrisa amplía, y antes de que pueda ponerme de pie, agrega—: ¿Le gusta el vino tinto?
Sé exactamente lo que significa esa pregunta.
Lo miro, fingiendo duda.
—Depende del vino.
—Tengo uno excelente en la cava privada del piso treinta. Le prometo que será una reunión más… relajada.
El brillo en sus ojos no deja lugar a malentendidos.
No debería aceptar. No con un cliente. No con él, pero mi cuerpo ya decidió antes que mi cabeza.
—Una copa —digo, y mi voz suena más suave de lo que quisiera.
El ascensor desciende con nosotros solos. No hablamos. No hace falta. La tensión es casi física. Puedo sentir su mirada en mi cuello, y sé que él nota cómo mis dedos juegan con el borde del blazer.
El bar privado parece sacado de una película: luz cálida, sillones de cuero, una ventana que enmarca la ciudad de noche. Damián sirve el vino y se sienta a mi lado, no enfrente. La distancia entre nosotros se mide en respiraciones.
—A su éxito —dice, alzando la copa.
—Y al suyo —respondo. Nuestros cristales se tocan con un sonido breve, íntimo.
La conversación se vuelve ligera. Me hace reír, algo que no esperaba. Es arrogante, sí, pero tiene esa clase de carisma que convierte la arrogancia en deseo. Habla de viajes, de inversiones, de la soledad del poder. Lo escucho, pero en realidad me concentro en el movimiento de su boca al hablar.
—¿Sabe qué es lo curioso, Victoria? —me dice, acercándose apenas—. Usted parece una mujer que nunca pierde el control.
—Y usted parece un hombre que disfruta provocarlo.
Sus ojos brillan, y por primera vez baja la guardia.
—Tal vez —susurra. Pero hay algo que quiero mostrarle.
Se pone de pie, y por un segundo pienso que va a besarme. Pero en cambio, abre la puerta lateral del salón.
—Pase —dice con una media sonrisa—. Quiero que conozca a alguien.
Cuando entro, el tiempo se detiene.
De pie junto a la barra, con una camisa negra entreabierta y una sonrisa devastadora, está Luca Ferrer.
El actor.
El ídolo inalcanzable.
El hombre que durante años fue mi obsesión, recuerdo las cientos de veces que mirando su foto tuve los mejores orgasmos, de hecho, se me humedece la concha de tan solo ver sus hermosos ojos, sus labios, quiero que me lama… al sur del ombligo.
Mis labios se entreabren sin permiso.
—No puede ser…
Él se ríe con esa voz grave que conozco de memoria.
—Vaya. No esperaba causar ese efecto todavía.
Damián me observa como si estuviera midiendo cada reacción.
—Luca es un buen amigo mío —dice, acercándose detrás de mí, su voz rozando mi oído—. Y también, un hombre con gustos parecidos a los míos.
La copa tiembla entre mis dedos.
El aire se espesa.
Y antes de que pueda decir nada, Luca se aproxima, con una sonrisa felina.
—Entonces, ¿vos sos la famosa abogada? —pregunta, bajando la voz—. Damián no exageró cuando dijo que eras… peligrosa.
Su mirada me desnuda sin tocarme, me excita tanto, que tengo que mordeme el labio, de las ganas que tengo de gemir… y me doy cuenta de algo: el deseo que late en el ambiente no es una casualidad.
Damián deja su copa sobre la mesa.
—Brindemos por los acuerdos —dice, mirándome fijo—. Algunos son legales… otros, mucho más interesantes.
