


Un regalo perfecto
—¡Sube el volumen, Elliot! —exclamó Catherine al reconocer su nueva canción favorita en la radio: «Beat it», de Michael Jackson, que había sido estrenada en esos días. Sacudía su melena rubia en el asiento trasero, casi encajada entre Elliot y Danielle, que iba de copiloto.
Danielle sonrió ante el baile desinhibido de Catherine. Elliot, aunque fingía seriedad, también esbozó una sonrisa.
Catherine sacó un cigarrillo y lo encendió. Elliot la miró con desaprobación a través del espejo retrovisor.
—¿Qué haces, Catherine? —le reclamó él—. Apaga eso, hará que mi auto apeste.
Elliot amaba su auto, era como su pequeño tesoro. En realidad, Danielle no sabía cómo se había escapado de la chatarrería, pero jamás se atrevería a mencionarlo.
—¡Pero si tú también fumas, idiota! —se defendió Catherine—. ¿Por qué me regañas, entonces?
—Sí —respondió él, molesto—, pero sabes que aquí dentro está prohibido. El humo se impregna en los asientos.
—Déjate de tonterías, es solo uno. Además, ¡este pedazo de mierda apesta de cualquier modo!
Ups... Catherine no era tan prudente o sensible como Danielle en lo absoluto. Siempre decía lo primero que se le venía a la cabeza, y esa fue una pésima elección de palabras.
—¿Qué acabas de decir? —chilló Elliot con incredulidad.
—¡Tú me escuchaste! Dije la verd...
—¡Oh, no! —decidió intervenir Danielle—. ¡Ni se les ocurra comenzar!
Si no los detenía a tiempo, emprenderían una discusión tonta e infantil que no los llevaría a ningún sitio, para variar, y su pelea duraría todo el resto del camino. Se volteó en el asiento y le dio una mirada severa a Catherine.
—Deshazte de eso, Catherine —le dijo con dureza.
—¡No! —exclamó ella.
—Ya lo escuchaste —replicó Danielle. Estaba comenzando a enojarse por su actitud. ¿Cómo podía ser tan testaruda como una niña malcriada?—. Es su auto y no quiere humo aquí dentro. Punto.
Catherine hizo un puchero y luego arrojó el cigarrillo por la ventanilla del auto.
—¡No he conocido a nadie más aburrido que ustedes dos! —se quejó—. Deberían casarse, ¡son igual de insufribles!
—Al menos yo no pretendo casarme con un zombi hippie —contraatacó Danielle, refiriéndose al novio de Catherine.
—Luke y yo nos amamos —protestó Catherine, mientras Elliot se reía.
—Como digas... —respondió Danielle, decidiendo que ya había sido suficiente por esa vez. Tenía que bajarse, de cualquier modo—. Me quedaré por aquí, chicos.
Ambos la miraron con asombro. Era comprensible que les extrañara, jamás se bajaba antes de llegar a casa.
—¿En serio? ¿Aquí? —preguntó Elliot mirando afuera—. Pero si faltan varias manzanas para llegar a tu calle.
—Eh... sí, es que quiero ir a la biblioteca para pedir prestado un libro que necesito.
Entonces Catherine comprendió el verdadero motivo y abrió mucho los ojos.
—¡Oh! —exclamó, utilizando sus mejores dotes de actriz—. ¿Es para el proyecto extra de Historia del que me hablaste?
—Sí —respondió Danielle y asintió con la cabeza—. Es justo para eso.
—¿Pero a qué biblioteca irás? —preguntó Elliot con desconcierto—. No sabía que había alguna en esta zona.
—Eh... es una pequeña donde solo hay libros muy viejos —trató de improvisar para convencerlo—. El que necesito solo lo tienen ahí.
—De acuerdo —respondió Elliot después de pensarlo por un momento y aparcó el auto para dejarla salir—. ¿Quieres que te esperemos? ¿Estarás bien?
—Oh, no, no me esperen. Puedo tardar un poco.
—Este lugar no me gusta demasiado, Danielle, y en poco tiempo oscurecerá. Podemos ir contigo, no nos molestará —volvió a decir Elliot.
—¡Agh! —se quejó Catherine—. Ya déjala, «papá», está mayorcita y sabe cuidarse sola.
Catherine se pasó con agilidad hacia el asiento delantero y luego le lanzó un beso a Danielle a través de la ventanilla.
—Chaup —le dijo—, nos vemos mañana, cariño.
—Hasta mañana, Danielle. Cuídate, ¿sí? —se despidió Elliot. Su rostro denotaba preocupación.
Danielle sonrió ligeramente para intentar tranquilizarlo un poco.
—No te preocupes, estaré bien. Hasta mañana, chicos. No se asesinen durante el viaje, ¡los amo!
Elliot puso el auto en marcha y comenzaron a alejarse. Catherine la despidió alegremente con su mano.
Cuando los perdió de vista, Danielle echó un vistazo a su alrededor tratando de ubicarse. No solía merodear por allí con frecuencia y, aunque no lo hubiera admitido en voz alta, tampoco le gustaba demasiado andar sola por el área cercana al puerto.
Sin embargo, solo sería un pequeño recorrido antes de volver a casa, y tenía un muy buen motivo para hacerlo. En dos días era el cumpleaños número veintidós de Elliot y quería comprarle algo especial, mucho más que los calcetines que le daba cada año.
Catherine le había dado la dirección de una pequeña tienda de antigüedades que dirigía un pescador de la zona. Quedaba menos de media hora antes de que cerrara a las seis, por lo que debía apresurarse.
A menos de cien metros a su derecha se extendía el inmenso mar, y a esa hora las olas comenzaban a agitarse y chocaban contra la costa. El olor a sal siempre le había agradado mucho, desde que era muy pequeña.
Quizás en otra situación se detendría a disfrutarlo, pero el puerto era solo un lugar de carga y de pequeños establecimientos, no era el mejor sitio para hacer turismo. Pasó junto a varios negocios que ya estaban cerrados. Sus dueños estaban recogiendo las cajas y entrando los estantes. Temía no llegar a tiempo, así que apuró mucho más su paso.
Finalmente, llegó al local que estaba en la dirección que Catherine le había dado. No le pareció que fuera la gran cosa que pintaba en su descripción. Atravesó la puerta de cristal y una campanita avisó su entrada.
Después de un recorrido entre los estantes, Danielle decidió comprarle a Elliot una pequeña estatuilla de un samurái. Casi podía visualizarla sobre su escritorio, alegrando la sobria decoración de su cuarto. A él le atraía todo lo exótico, y si estaba relacionado con la cultura y la historia de Asia, mucho mejor. Iba a amarlo, lo sabía.
Salió muy entusiasmada de la tienda con la intención de correr a casa y empaquetar su obsequio, pero se detuvo justo en el negocio que quedaba a continuación de la tienda de antigüedades. Vendían mariscos, al parecer, y no podía evitar pensar en lo mucho que le gustaban los camarones a su mejor amigo.
Si compraba algunos, Catherine podía prepararlos para él, a ella se le daba muy bien cocinar platillos sofisticados. A Danielle no, aunque no se le daba bien cocinar nada, en general.
Por fortuna, seguían abiertos. Danielle entró y comenzó a revisar los productos que ofertaban. Todo parecía bastante fresco a pesar de que ya era tarde, así que pensó que no habría ningún problema en comprarlos.
Ya no había muchos clientes, solo un hombre de mediana edad que discutía el precio de unos ostiones con uno de los vendedores y ella. El otro vendedor y la cajera estaban recogiendo para cerrar. Danielle los escuchó hablando entre ellos y le resultó curioso su acento. No parecían estadounidenses.
El chirrido de las gomas de un auto afuera de la tienda le causó un escalofrío. Soltó un bufido y se acarició la nuca. Últimamente le daban permisos de conducción a cualquiera.
Sin embargo, en cuestión de segundos se desató el caos. Tres hombres armados con pistolas entraron a la tienda, vestidos de negro y con pañuelos atados en la parte inferior de sus rostros para ocultar sus identidades.
El primer disparo lo recibió la cajera: directo al pecho y sin darle tiempo a reaccionar.
Danielle se quedó totalmente paralizada, como si lo que ocurría no fuera real. Nunca había estado presente en ningún tipo de asalto o delito. Pero algo se encendió de repente dentro de su cabeza y comprendió que estaba a punto de comenzar un tiroteo.
Su vida corría peligro. Debía escapar.