

OBSESIÓN DE LA ELITE
diana paola gomez · En curso · 40.1k Palabras
Introducción
Solo una chica común, escondida entre mangas y noches de anime.
Hasta que Alex me miró… y ya nada volvió a ser igual.
Él era un alfa. Yo, su omega.
Una sola noche bastó para marcarme.
Una sola noche… y quedé embarazada.
Fue así como descubrí el lado más oscuro y fascinante del mundo de alfas y omegas.
Capítulo 1
El despertador sonó a las seis de la mañana, con ese pitido insoportable que me hacía odiar las mañanas más de lo que ya las odiaba. Intenté taparme con la cobija, como si así pudiera silenciar el mundo entero, pero era inútil. El ruido taladraba mi cabeza. Me di la vuelta entre las sábanas, convencida de que cinco minutos más no cambiarían nada… pero mi padre no pensaba igual.
—¡Mía! —su voz retumbó desde la cocina, firme, sin pizca de paciencia—. ¡Levántate ya, se hace tarde!
Gruñí entre dientes. Odiaba esa sensación de tener que moverme cuando mi cuerpo rogaba lo contrario. Con esfuerzo, me obligué a incorporarme. Frente al espejo, con el uniforme puesto a medias y el cabello recogido en un moño flojo que ya se deshacía, solo pude suspirar.
La verdad era simple: no tenía nada de especial. Una chica del montón. No era la bonita del salón, ni la popular, ni mucho menos la rebelde que todo el mundo admira en secreto. Era solo… yo.
En mi escritorio quedaban mangas apilados de la noche anterior, junto a una taza vacía de café instantáneo que ya tenía una mancha en el borde. Eso era lo único que realmente me entusiasmaba: perderme en mundos ficticios, donde los héroes siempre llegan a tiempo y los finales, aunque agridulces, son mejores que la monotonía de mi vida real. Allí, detrás de las páginas y de las pantallas de anime, yo podía ser quien quisiera: una guerrera invencible, una maga poderosa, una heroína destinada a salvar el mundo.
Pero en la vida real… solo era invisible.
Bajé las escaleras todavía adormilada, arrastrando los pies como si pesaran toneladas. El olor a café llenaba el aire, fuerte, amargo, el preferido de mi padre. Él ya estaba listo: traje impecable, corbata recta, portafolio en mano y esa expresión de preocupación eterna que parecía grabada en su rostro. Siempre apurado, siempre corriendo detrás de algo más grande que él.
—Apúrate, Mía —me dijo sin apenas mirarme, mientras revisaba unos papeles—. Hoy es un día importante en la oficina y no puedo llegar tarde.
Asentí en silencio, tomando una rebanada de pan con mantequilla. El crujido del pan tostado rompió el silencio que me resultaba cada vez más pesado. Quise preguntarle por qué siempre era “importante”, por qué nunca parecía haber días normales en su trabajo. Quise decirle que me sentía sola, que a veces odiaba esa distancia invisible entre nosotros. Pero sabía que no respondería, o lo haría con evasivas. Así que guardé silencio. Como siempre.
El camino hacia el colegio fue rutinario. Las mismas calles llenas de tiendas diminutas, el mismo bus atestado de gente que empujaba sin mirar, las mismas conversaciones que flotaban alrededor sin incluirme nunca. Una parte de mí se sentía cómoda en esa invisibilidad, como si así pudiera pasar desapercibida y evitar problemas. Otra parte, en cambio, odiaba con fuerza que nadie me mirara, que nadie pareciera notar mi existencia.
Hasta que llegué al colegio.
Y ahí estaba él.
Alex.
Apoyado contra un coche negro que brillaba bajo el sol como si acabara de salir de la fábrica. Sus amigos lo rodeaban, riendo de alguna broma que no alcancé a escuchar, mientras él sostenía una botella de agua como si hasta ese gesto fuera digno de admiración. Alto, seguro de sí mismo, con esa sonrisa arrogante que hacía suspirar a medio colegio. El hijo del jefe de mi padre. Intocable. Perfecto. Inalcanzable.
Me quedé quieta unos segundos, como si la simple visión de él pudiera congelar el tiempo. Los demás chicos parecían desvanecerse en segundo plano. Todo lo que existía era él, su porte, la seguridad con la que se movía, como si el mundo entero fuera suyo. Y tal vez lo era.
Y entonces ocurrió.
Levantó la vista.
Nuestros ojos se encontraron.
Yo esperaba que fuera un accidente, un cruce fugaz, que desviara la mirada enseguida, como todos los demás. Nadie se quedaba mirando a alguien como yo. Pero no lo hizo.
Se quedó mirándome. Directo. Intenso. Como si me hubiera reconocido en una multitud donde yo estaba segura de ser invisible. Como si me buscara.
El corazón me dio un vuelco tan fuerte que sentí que me faltaba el aire. Bajé la mirada enseguida, con el rostro ardiendo, y caminé rápido hacia el salón, tratando de convencerme de que había sido casualidad, de que Alex ni siquiera sabía quién era yo, de que solo había sido un malentendido.
Pero no fue así.
Durante el resto del día, cada vez que levantaba la vista… lo encontraba observándome. En el pasillo, en el patio, incluso durante las clases. No con curiosidad pasajera, no como quien ve algo extraño de reojo. Su mirada era diferente. Fija. Penetrante. Casi… posesiva.
Me incomodaba y al mismo tiempo me desarmaba. Sentía que me desnudaba el alma con los ojos, como si supiera cosas de mí que yo misma ignoraba.
No entendía nada.
Yo era nadie. Solo la hija de un empleado, la chica que gastaba lo poco que tenía en mangas y prefería los mundos ficticios antes que el real. Entonces, ¿por qué Alex, el chico que lo tenía todo, el que podía tener a cualquiera, me miraba a mí?
La pregunta me persiguió incluso cuando regresé a casa esa tarde. Me encerré en mi cuarto apenas crucé la puerta, dejé la mochila en el suelo y puse música para distraerme. Abrí uno de mis mangas favoritos, con la intención de perderme en la historia, como siempre hacía, pero no pude.
Cada página se mezclaba con la imagen de sus ojos clavados en los míos. Sus pupilas oscuras, intensas, atravesando la multitud para detenerse en mí. Cada risa que escuchaba en mi recuerdo se mezclaba con su voz grave, y el calor en mi pecho volvía a encenderse.
Me estremecí.
No era normal.
No podía serlo.
Y lo peor es que una parte de mí, muy dentro, no quería que lo fuera. Había algo en esa mirada que me aterraba y al mismo tiempo me atraía con una fuerza que no podía controlar.
Esa noche, mientras intentaba dormir, repetí en mi cabeza lo mismo una y otra vez, como un mantra desesperado:
“Seguro mañana se olvida. Seguro fue solo mi imaginación.”
Pero en el fondo… no estaba tan segura.
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